Martín Lutero
Retrato del primer protestante.
Poder e imagen siempre se han necesitado, y la religión, como cualquier otra fuerza viva, siempre precisó de los artistas para crear su propaganda. Siguiendo este patrón atávico, encontramos en el siglo XVI al dueto formado por Lucas Cranach el Viejo y ese fraile agustino que se atrevió a gritar en alemán: What the fuck, pope!?.
El dedo del Dios único señaló como pincel católico a Cranach, aunque después este apostataría de lo romano, tornando su obra en herramienta apologética de la nueva fe evangélica. Lucas pintó y xilografió muy recurrentemente a su buen y excomulgado amigo Martin Luther —entre otros herejes— extendiendo así su icono y su protesta.
Como buen hijo de minero, Lutero intentó dinamitar desde su seno dogmas y conductas errados de la Santa Madre Iglesia, provocando la primera escisión europea y el segundo cisma del orbe cristiano. Tal revolución teológica —que a posteriori bañaría en sangre a Europa— bien pudo haber elevado a los altares protestantes al sajón con el elegante nombre de Heiligier Luther von Eisleben; pero no, en el pensamiento reformado no hay espacio para santorales, tampoco para mujeres preñadas por palomas o para Cristos canibalizados.
Martín además creía que la palabra era más confiable que la imagen. Cualquier tabla pintada o piedra tallada podía ser una tentación, y convertir aquello debería ser solo un elemento reflexivo en un talismán chamánico, previniendo así aquellas antiguas e histéricas idolatrías desarrolladas en Bizancio. En este punto iconoclasta el reformador se alineaba con sus muy odiados judíos; es por ello que abundaron —y abundan— en las iglesias evangélicas las decoraciones con citas textuales de la Biblia, de igual modo que en las sinagogas la letra sustituye a lo figurativo.
Cranach presenta un retrato muy flamenco: austero y de ligero escorzo, combinando con gran majestad lo psicológico con el acento naturalista del retratado. Estas características fueron asimiladas rápidamente en la Europa del sur; es imposible entender, de hecho, el Renacimiento italiano sin los avances que los artistas septentrionales lograron en su pintura.