Máscaras como ruinas
Carnaval post-bélico.
Otto Dix vivió la guerra de primera mano, ya no en el campo de batalla de la I Guerra Mundial, sino también —y sin quererlo— en la Segunda. Como artista, con la llegada de los nazis, llegó a ser detenido (asumimos que también torturado) por la Gestapo, que no veía con buenos ojos su arte degenerado y es obligado a luchar, hasta que fue hecho prisionero por los franceses.
Degenerado tal vez, pero fiel cronista de su tiempo, Dix plasma el mundo en ruinas tras la Segunda Guerra. Solo sobreviven entre los escombros estos personajes carnavalescos que actúan de forma grotesca entre la euforia y la desesperación. Son los supervivientes de esa locura, a la que solo pueden hacer frente usando máscaras.
Máscaras como las de gas, que había visto y utilizado (también pintado) durante la Gran Guerra para evitar el gas mostaza. Máscaras que permiten ocultar un pasado vergonzoso, que intentan cambiar a los alemanes con un nuevo rostro. Pero también máscaras que no ocultan, sino que definen precisamente lo que somos.
Máscara, que en latín se traduce como persôna, ae, y acabó expresando la singularidad de cada individuo. Una persona es, al fin y al cabo, una máscara.
Dix se vuelve un expresionista tras la guerra. No veía otra forma de expresar su arte, no encuentra lugar entre lo que se estaba haciendo en la Alemania de postguerra. Ni el Realismo Socialista del este, ni el Arte Abstracto del oeste son lo suficientemente eficaces para mostrar lo que él entiende como realidad. Esa realidad que viene de los desastres de la guerra de Goya, que tanto influyó en Dix, y que a su vez influiría en el expresionismo posterior, como por ejemplo algunas obras de Basquiat, que tanto recuerdan a este lienzo.