Novecento
Un título que remite a Bertolucci, al renacimiento, a la crueldad del siglo XX…
Entramos en un salón barroco de un castillo piamontés y nos encontramos a un caballo colgando del techo. Tiene las patas más largas de lo normal, pero es un caballo real, de hecho es Tiramisú, un caballo de carreras. Tras años de explotación en nombre del “deporte”, el pobre equino fue disecado en nombre del arte.
El artista es Maurizio Cattelan, enfant terrible, provocador, neo-neodadaísta, absolutamente italiano, bromista sin puta gracia para algunos, artista sin talento para muchos otros, ladrón de arte para la mayoría. Demasiado mediático para ser profundo, y muy poco hermético para ser alabado por la crítica.
Sin embargo, las obras de Cattelan tienen toda la lógica del mundo en la actualidad. Comprensibles por cualquiera, hacen reflexionar a varios niveles. Son perturbadoras y subversivas, aún dentro de los límites de lo aceptable. Probablemente carentes de ética, pero con una legitimación que lo permite al ser artista. Cómicas, con la tragedia intrínseca que tiene dentro todo humor. Son una especie de “préstamos”, imágenes y situaciones que pertenecen a la comunidad se reelaboran, convirtiéndose en reflexiones o comentarios existenciales sobre las dinámicas sociales y culturales de nosotros, homo sapiens.
Cattelan crea con Novecento (un título que remite a Bertolucci, al renacimiento, a la crueldad del siglo XX…) una naturaleza muerta en toda regla. Un homenaje a un caballo —a todos los caballos que cargaron con gordos toda su vida—. Una muestra de la gravedad, de Damocles, de la inseguridad, de la política y la historia, del fracaso a pesar del esfuerzo, del museo como mausoleo, de una tensión frustrada, de la energía destinada a no encontrar una salida… De cientos de miles de cosas, más que añadirá cada uno.