Paisaje nevado con patinadores y trampa para pájaros
Juegos de invierno.
Quizás gran parte de los lectores de estas líneas conozcan un cuadro con el mismo título y con un mismo nombre de autor, pero que se encuentra en el Museo del Prado de Madrid. No están equivocados. Se trata de la versión del hijo: Pieter Brueghel el Joven. En este caso, el refrán que dice: «las segundas partes nunca fueron mejores», se confirma. Y no es que el Joven fuese un artista mediocre, al contrario. Pocos pueden estar en el Prado y codeándose con artistas de la talla de Patinir en la misma sala. Tristemente le tocó nacer hijo de un genio y cuando esto pasa, en muchos casos sólo nos queda vivir del cuento o de la copia. Mal no le fue al chico porque se conocen más de 130 de réplicas de esta misma escena, hechas por Brueghel el Joven y podríamos decir que casi «calcando», el original del padre.
Pero volvamos a la idea original, la del Viejo. Bruegel fue conocido, entre otras cosas, por representar escenas de la vida cotidiana del pueblo flamenco. En este caso, un grupo de personitas se lo están pasando en grande en el río helado. Unos están patinando, otros juegan con unos palos a un pasatiempo que encantaba a los lugareños (una mezcla de Hockey y Golf)… Nuestra mirada se desliza por el cuadro sin rumbo fijo. Tonos blancos y dorados, muy Bruegel, cubren el óleo y le otorgan un carácter intimista. La bruma cohesiona todo, nuestros ojos siguen danzando sin obstáculos.
Debemos dedicarle tiempo y esmero para percibir dos detalles que no están en el centro del cuadro: la trampa de pájaros y el agujero en el agua helada que casi se está saliendo del cuadro en su parte baja. La quietud de la escena sería total si no fuera por esos dos detalles. Cuando todavía no hemos reparado en ellos, se puede escuchar el frío, el crujir de la nieve cayendo de las ramas, las risas de las personas cayéndose en el río congelado… Pero esta paz se ve perturbada por esos dos elementos que parecen susurrar: «cuidado, la vida es incierta. Cuando menos te lo esperas, ¡zás!, te caes por el hoyo o te pilla la trampa».
A modo de alegoría, Bruegel parece hacer una reflexión sobre la existencia. Desde esta nueva percepción, nuestra mirada encuentra nuevos indicios sobre el peligro que se cierne sobre nosotros: las dos urracas posadas en el árbol, el niño que espera sentado en una barcaza que no puede avanzar… ¿Querría el Viejo advertirnos o incluso compartir una cosmovisión pesimista del mundo? Nunca lo sabremos. Lo que si podemos asegurar es que cuando nuestra mirada vuelve a deslizarse por la obra, y comienza a reparar esas prendas rojas, tan típicas de los artistas flamencos, cuando percibe el paisaje del fondo, lleno de esperanza ante una posible primavera o se detiene ante los dos pájaros que escapan de la trampa y que vuelan libremente, la música alegre vuelve a escucharse de fondo, y reaparece el carácter divertido del artista. Entonces, Bruegel se ríe con nosotros y parece decirnos: «la vida merece la pena a pesar de las amenazas».