Prometeo
Como castigo de Zeus, el hígado de Prometeo sería devorado todos los días al regenerarse por las noches.
Por robar el fuego a los dioses para dárselo a los hombres, Zeus encadenó a Prometeo en una roca y envió un águila para que se comiera su hígado, pero el órgano volvía a crecer cada noche, y el águila volvía a comérselo cada día. Este castigo había de durar para siempre.
Una tortura infinita, un castigo perpetuo, uno de los tormentos más despiadados que un poeta griego pueda imaginar, pero que fue muy del gusto barroco, ya que muchos artistas de la época lo ilustraron cada uno a su manera, a cada cual más sangriento y realista.
La terrible historia de Prometeo era perfecta para ese creativo siglo XVII: una escena entre las sombras, una anatomía desnuda en sufrimiento diagonal, donde podemos casi tocar la carne y la pluma, y un suceso excesivamente cruel, todo salpicado de sangre y teatralidad. Los artistas se podían lucir con su talento, sorprender al espectador con su efectismo y contar una historia prestigiosa, con el sello de calidad de la mitología griega.
Además, el mito de Prometeo tiene una potente lectura alegórica: la creación de la cultura humana ejemplificada por el robo del fuego. Porque… ¿No es precisamente eso lo que hace un artista? ¿Robarle el fuego a los dioses…?