Retrato íntimo de la reina Victoria
Una reina humana.
Es bien conocida por todos la devoción que sentía la reina Victoria del Reino Unido (1819–1901) por su esposo, el príncipe Alberto. Tanto lo amaba que cuando este murió en 1865, la reina pasó el resto de su larga vida vistiendo un rigurosísimo luto.
Mucho antes de esto, la reina encarga a Franz Xaver Winterhalter que pinte este retrato de reducidas dimensiones para regalárselo al príncipe por su vigésimo cuarto cumpleaños. Victoria y Alberto ya habían contratado en alguna ocasión los servicios del pintor alemán para que les hiciera retratos oficiales, pero la obra que nos ocupa no puede entrar en esta categoría. La pintura, en la que Winterhalter tuvo que trabajar en secreto, rompe totalmente con los modelos de retrato regio que este dominaba: en la obra no hay coronas ni mantos, no hay ambientes suntuosos ni atributos de poder. Solamente la reina, en este momento una veinteañera, con el cabello suelto cayéndole por los hombros desnudos. Un sencillo vestido blanco, adornado con un lazo de color violeta, dan los toques de luz y color a la pintura. Tampoco lleva la reina ninguna joya demasiado ostentosa, más allá de unos diminutos pendientes y un colgante con forma de corazón (en su interior, Victoria guardaba un mechón del cabello de su esposo).
La vida de la reina Victoria está muy bien documentada, gracias a la inmensa cantidad de diarios que escribió. En las páginas del 26 de agosto de 1843, cumpleaños de Alberto, la reina escribe que este dijo que era tan hermoso y que estaba tan bellamente pintado…,
y añade: ¡Me sentí tan feliz y orgullosa de haberle proporcionado tanto placer!.
Ciertamente, al príncipe debió gustarle el retrato de su esposa, pues, lejos de exponerse en un salón o en alguna gran galería de palacio, Alberto lo colgó en su escritorio privado del castillo de Windsor. Un lugar perfecto si tenemos en cuenta el carácter íntimo y romántico de uno de los retratos reales más atípicos de la historia del arte.