Separación
Esencia informe que camina.
Hay algo de fantasmagórico en la imagen de una mujer que parece disolverse con el sendero sobre el que camina: es como si su esencia se evaporase detrás de ella, como una estela de luz que se quiebra con cada paso que avanza, con cada exhalación pesada que deja caer. Es como si su vestido se deshiciera con el roce suave contra el pavimento. Sus manos parecen extensiones de una esencia informe, como el fluir de un cuerpo de agua que no tiene tierra que la contenga, ni cama que la sostenga como río. Y lo mismo su rostro: no le hacen falta facciones, pues parece haber trascendido ya las barreras de los gestos, de los sentimientos, de la sensibilidad meramente humana.
Ésta es una de las figuras que Munch rescata en Separación (1896), una de las muchas obras suyas que son diluidas por el éxito apabullante de El grito, que ha sesgado a la mirada del mundo de la otra parte de su producción —que quizá, incluso, resulte a veces mucho más interesante. El trazo es innegablemente suyo: están ahí las figuras que parecen fundirse con su entorno, con esas expresiones desgarradoras que caracterizan a aquellos que padecen de su condición humana. El paisaje no necesita ser detallado: son figuras apenas que dan a entender un árbol, un río, una escena. Está la tristeza, está la angustia, pero también está ese fluir efusivo del personaje femenino que se va: quién sabe a dónde, pero no más aquí.
Munch juega con la dicotomía marcada entre la vida y la muerte de una manera extraña: viste al personaje que se queda de negro —como enlutado por su capacidad de vivir—, mientras que decide el blanco para la figura que se va —como liberada, inmaculada, trascendente. Es la separación la que parece derretir a los personajes: uno, en la existencia que le queda; a la otra, en aquella que le espera: ya es una esencia informe que camina.