Tres estudios para una crucifixión
Bacon se erige como uno de los principales pintores figurativos de la segunda mitad del siglo XX.
Un ateo obsesionado con la crucifixión… como diría el propio Bacon: “como no creyente, era sólo un acto de comportamiento del hombre…”.
Las pinturas del principal artista de la Escuela neofigurativa de Londres combinan violencia, interiores cerrados y las extrañas figuras en sufrimiento que los habitan. Una película de terror hecha pintura… como en el expresionismo… o como una de David Lynch.
Esta obra representa uno de los ejemplos del Bacon clásico y característico: distorsión bestial de figuras humanas en formato tríptico. Seres monstruosos aislados, solos y desfigurados que para el artista eran absolutamente reales.
Y de algún modo, el espectador también se ve reflejado en sus cuadros (de hecho, Bacon potencia este reflejo cubriendo con un cristal la mayoría de sus obras).
Homosexual y masoquista, cada noche al salir de su estudio se ahogaba en cerveza, cigarrillos y peleas en su pub habitual —The Colony Room—, y con estos excesos autodestructivos se plantaba la semilla para una nueva obra de arte, en la que expresaba el terror y el sinsentido de la tragedia de la existencia.
Según parece fueron Einsestein y sobre todo Picasso quienes lo empujaron a pintar así, aunque también las cronofotografías de Muybridge y ciertas fotografías médicas de enfermedades y deformaciones.
Quizás la mejor definición para la obra de Bacon la hizo Margaret Tatcher, que la calificó de “asquerosa carne en descomposición”.