Viaje a la luna
Pionera en miles de sentidos.
Antes de nacer el cine George Méliès era un mago. Era un ilusionista que vio en el cinematógrafo de los Lumiére la herramienta perfecta para llevar a cabo trucos con lo que deslumbrar al público de esos primeros años del siglo XX.
Trucos, maravillosas mentiras con las que demostró que el cine no sólo podía reflejar la realidad… Podía inventarla.
Como buen mago, Méliès exhibió su arte en barracas de feria y creó centenares de películas en muy pocos años (alrededor de 520 entre 1896 y 1912) con las que pudo crear nuevas realidades y hacerlo además con una poesía visual y con una intención narrativa inéditas hasta entonces.
Por supuesto uno de sus referentes era Julio Verne, autor que también imaginaría mundos que llegarían a hacerse realidad, y en su producción existen muchas adaptaciones (bastante libres, es cierto) de su visionario paisano.
Entre ellas, la más famosa, la más icónica es este Viaje a la luna que el mago rodó en el primer estudio cinematográfico de la historia, un invernadero de cristal para conseguir la mayor cantidad de luz posible, además de proteger al equipo de las inclemencias del clima. De ese modo, el rodaje era continuo y de ahí la prolífica producción.
Como vemos en la pieza, abundan los efectos especiales marca de la casa: desapariciones, transformaciones y añadidos que no distaban mucho de su época como ilusionista. Quizás rudimentarios si los vemos con ojos actuales, no dejan de ser epifanías visuales todavía vigentes en el séptimo arte.
Méliès se dejó buena parte del presupuesto en vestuario, decorados y los mejores actores de los teatros parisinos para esta primera superproducción del cine (diez mil francos de la época), en la que estuvo trabajando durante tres meses.
El éxito sería brutal, aunque mucha gente sin escrúpulos se lucró a costa del trabajo de Méliès, hasta el punto de que este mago acabaría sus días en la miseria.