Virgen de la Leche
¡Es la leche!
En el Moulin Rouge parisino no cualquier bailarina tiene el derecho a mostrar sus pechos, ya que existe una jerarquía regida por la veteranía en la que la antigüedad en el oficio es un activo.
Si de lo que se trata es de tener tablas —además de frescos y muchos lienzos— la más legitimada para mostrar su sagrada teta es la madre de Dios.
Existe una iconografía harto sincrética que ha recorrido continentes, siglos y tradiciones: la madre amamantando a su cría. Parece ser que la cosa viene de tierras faraónicas —ya lo escribió Antonio Gala en La pasión turca, «todo viene de Egipto»— donde la diosa lsis hizo lo propio con su hijo Horus, Heracles más tarde chupó de la griega Hera y Rómulo y Remo sobrevivieron gracias a las ubres de una generosa loba romana… Conclusión: el rol maternal de alimentar a dioses y héroes viene de muy lejos.
Ese globo terráqueo que el artista cordobés pintó como pecho, no siempre resultó tan explícito.
En los primeros años medievales indecoroso era desnudar demasiado la carne —apenas el niño acercaba sus labios a un pezón censurado a modo Instagram— pero ya en el Gótico se escarba en los evangelios apócrifos y hagiografías varias para humanizar a los personajes sagrados en sus gestos y actitudes, empoderándose la mama en toda su belleza.
Hibridando estilísticamente lo bizantino con el Renacimiento, la pintura mariana representa un total anacronismo, ya que las damas nobles de la época no amamantaban a sus bebes, esa era labor de las amas de cría. Fue a partir del ilustrado siglo XVIII cuando se comienza a defender la lactancia materna como beneficiosa.
La razón teologal de María Galaktrophousa resulta un asunto decisivo para el cristianismo, ya que confirma que su criatura engendrada, ademas de divina, nació humana. Es importante por ello que el pequeño se muestre mamífero y que derrame sangre en su circuncisión; una teoría simbiótica que combina de forma sublime lo biológico con el milagro.