Acantilados blancos en Rügen
Friedrich, el intensito.
El romántico, ese individuo melancólico, nostálgico, sensible hasta el drama y siempre, siempre encarado a lo Infinito, encontró en la obra de Caspar David Friedrich (1774–1840) uno de sus mejores espejos.
El Romanticismo había triunfado en Alemania a principios del siglo XIX, muy ligado con el nacionalismo germánico, del que Friedrich era frenético abanderado. Tras las guerras napoleónicas, una fiebre nacionalista sacudió Europa, y todas las naciones que la constituían reivindicaron su personalidad única y su derecho a autodeterminarse. El movimiento romántico, tan inclinado a expresar los sentimientos con un lenguaje sumamente exacerbado, idealista, onírico a veces, representó un vehículo perfecto para tal fin.
Friedrich se había casado en 1818 con Caroline Bommer, una muchacha burguesa diecinueve años más joven que él. Se trata de un episodio misterioso en la vida del pintor, ya que Friedrich era conocido por su amor a la soledad, al silencio, a la meditación, y también por su carácter huraño y un tanto irascible. La irrupción de Caroline en una vida tan ermitaña significó, probablemente, un vaivén considerable, pero a la luz de sus obras, parece ser que la joven influyó positivamente en su carácter melancólico. En efecto, a partir de su enlace, la figura femenina se vuelve clave en sus cuadros.
La pintura que nos ocupa se pintó en la fecha de su viaje de bodas, que los llevó a orillas del Mar Báltico. Es una obra para uso íntimo y familiar, ya que se tiene constancia de que Friedrich nunca la expuso. Casi sin lugar a duda, los personajes representados en la tela son el propio autor, su esposa Caroline y el hermano de aquel, Christian, que los acompañó en el viaje. Lo que no está tan claro es cuál de los hombres retratados es Friedrich; lo más plausible es que sea la figura que está de pie, un tanto alejada del grupo, que observa ensimismada el mar que se abre ante ellos. Este hombre viste a la manera tradicional alemana, lo que refuerza la idea de que sea un autorretrato del autor.
El paisaje, como es habitual en sus obras, no representa fielmente la realidad. No, Friedrich no era un paisajista, al menos en el sentido estricto del término. La naturaleza era para él vehículo de expresión de una realidad trascendente. Así, a través del mar, de los árboles, de la luz del atardecer, de las ruinas de un viejo monasterio, el artista nos habla de Dios, del alma, de la vida, de la muerte. Cada uno de los elementos que aparecen en sus cuadros son mucho más de lo que aparentan, y dejan de ser materia finita para convertirse en polvo de lo Sublime, en pura expresión de Dios. Los románticos eran así.
A diferencia de otros cuadros del pintor, Acantilados de Rügen parece desprender más optimismo, más vitalidad, más amor por la vida. Quizá es la influencia positiva de Caroline la que llena la tela de esa luz tan diáfana y suave. De cualquier manera, encontramos los recurrentes símbolos friedrichianos: El mar, lejano, enorme, inalcanzable, como ese Dios que nos espera tras la muerte; los barcos de vela, quizá representaciones de las almas de los hombres que parten hacia lo Eterno; los personajes anónimos, de espaldas al espectador, que son Caroline, Christian y Friedrich, pero que bien podríamos ser tu y yo.