Anunciación
La composición perfecta.
Es quizá una de las Anunciaciones más famosas de la historia del arte. Pintada hacia 1489 para la capilla familiar de Francesco Guardi, en Florencia, el cuadro es uno de los hitos en la trayectoria artística de Sandro Botticelli (1445–1510). Su composición es tan perfecta que merece la pena pararnos un momento a analizarla.
Nunca se había visto un juego de manos semejante en la iconografía de la Anunciación. De forma parecida a lo que haría más tarde Miguel Ángel con su Creación del hombre de la Capilla Sixtina, las manos del Arcángel y las de la Virgen se acercan, pero no se tocan. Y mientras la diestra de Gabriel permanece firme y segura, la de María duda, se repliega sobre sí misma, vacila. Toda su silueta, estilizada y sinuosa como la de las vírgenes del Gótico (que no eran tan lejanas en la Florencia del XV), se contrae en una espiral poco anatómica que tiene mucho de medieval y poco de renacentista. Podemos percibir, incluso, el temblor que sacude a la elegida de Dios ante la visión celestial, que ni entiende, ni espera. Y aún añadiremos más: ¿es aventurado sugerir una cierta carga erótica en esta escena? Porque la danza de las manos parece ser el juego amoroso de dos amantes que se desean, pero no pueden tocarse…
De hecho, no sería la primera vez (ni la última), que en una representación sacra se cuela un elemento erótico…
Botticelli despliega en esta obra todo su saber renacentista. Lo vemos en las baldosas en cuidada perspectiva, en la distribución de los ángulos y de los personajes. El centro de la composición son, sin duda, las manos de Gabriel y María; la acusada diagonal que forman sus brazos queda compensada por la verticalidad del marco de la ventana y la línea horizontal del suelo. Tras el Arcángel, se abre un hermoso paisaje de inspiración nórdica con todos sus detalles. Detrás de María, en cambio, solo vemos pared, en un recurso muy utilizado, ya desde la Edad Media, para simbolizar la pureza de la que no ha conocido mundo.
El rojo de la túnica del Arcángel, de las baldosas y de la propia túnica de María es demasiado encendido, demasiado violento, como para dar al conjunto la sensación de una visión celestial. Es el rojo de la pasión, del amor, de la sangre. Así, por más que sepamos que se trata de un pasaje bíblico… seguimos viendo, y quizá con placer, el diálogo arrebatado de dos amantes. O vaya, al menos… eso me sugiere a mí este cuadro tan hermoso como fascinante.