El nacimiento de Venus
La que se sostiene entre las olas.
Pareciera que El nacimiento de Venus (1484), de Sandro Botticelli, siempre está acompañado del suspiro apacible de las olas. Ya sea por la delicadeza con la que la diosa parece emerger de las profundidades, por el soplo acelerado de Eolo, o por la manta con la que la ninfa se apresura a cubrirla, siempre hay un toque de viento que hace que las figuras se eleven, como si estuviesen a punto de emprender vuelo, o de desprenderse del pigmento para alcanzar una altura distinta.
No deja de sorprender el contraposto de Venus: la delicadeza con la que las caderas se ladean hacia la derecha reafirma su feminidad de marfil —porque, en efecto, sorprende la blancura de los músculos, que el artista realza con certeza—, y la soltura de la cabellera encendida acentúa la ligereza candente con la que la diosa del amor extiende su influencia. Sin embargo, no puede dejar de resaltarse su expresión: es de una pasividad extraña, que no se alcanza a descifrar del todo. Tiene una sonrisa que todavía no termina de hacerse, y su mirada parece derretirse en un espectador incierto, que la hipnotiza —o al que hipnotiza: no puede saberse.
El trazo de Botticelli sabe a Florencia y en ella se queda. El manejo de los pesos bien distribuidos, el equilibrio de las formas, el gesto enigmático del personaje principal: todo ello se queda suspendido en un gótico que intenta ser renacentista, pero que conserva aquellas brisas de la estética medieval —y siempre, a la italiana: Venus nace de la espuma de las olas, y en ella se sostiene, consumada.