La anunciación
EGO SUM.
Dispongámonos pues a adentrarnos en una amalgama de influencias empíricas, calidad artística y desbordamientos sensoriales que el artista Pavel Tchelitchew logra materializar, conjugando el detrimento de un ente desconocido para todos y conocido por la acción que reside en sus lienzos.
A través de ecos innegables (Picasso, Bacon, Van Gogh…) Tchelitchew aborda una de las cuestiones e iconografías cristianas más aborrecidas a lo largo de la Historia del Arte: La Anunciación. Sí, aquella escena tan sacra pero tan gustosamente paganizada por aquellos que se podían permitir el lujo de crear una belleza distorsionada y atípica (distorsionamiento y discordancia que ya la propia escena presentaba cuando se redactó).
La Anunciación se trata de una escena bíblica ubicada en el Antiguo Testamento, en la cual el Ángel Gabriel, enviado por Dios, anuncia a María que va a tener un hijo: el niño Jesús. Parece que los predictores de la antigüedad huían del azul/rosa para aprovechar el momento y formar toda una performance.
Desde esta base literaria y cultural, además de otras como la propia representación pictórica de esta misma escena por maestros como Giotto o Simone Martini, podremos acercarnos aún más a esta gran obra desde distintos puntos de vista. La escena de Tchelitchew se nos presenta en un interior, algo muy propio de pinturas procedentes de artistas de naturaleza norteeuropea. En ella, nos posiciona en un primer plano a una señora, recostada y resignada sobre un sofá. Al fijarnos únicamente en cómo el artista ha abordado la representación de este objeto, intuimos a continuación que se trata de una pintura de carácter plano, sólido. El creador de esta huye de la excesiva ornamentación, del retoque en demasía.
Una disposición de lo más intrigante la de la versión del ángel en esta obra, alzado sobre telas postradas en el hieratismo, que enlaza de manera directa con representaciones cristianas de Jesús. En especial, con el pantocrátor de San Clemente de Tahull (Iglesia de San Clemente de Tahull, Lérida), que dispuesto en el fresco del ábside como un ser justiciero, vengador y amenazante, alzaba su dedo índice derecho para posteriormente refutar a los fieles del medievo (y a los de no tan medievo) con su afirmación celestial que porta en su brazo derecho: << EGO SUM LUX MUNDI >> (yo soy la luz del mundo).
Es así como Tchelitchew alcanza la síntesis de un ser omnipotente sin ceder ni portar estamentos celestiales. Un ser que irradia poder, peso, consistencia. Este, que apoya sobre una especie de biombo desprendido de cualquier referencia real y arquitectónica gracias a unas manos que, al igual que ella, son de aspecto irreal, más allá del desproporcionado tamaño, de carácter artificial y pastoso (como su pincelada). La peculiaridad de ambos no se limita a una simple desproporción anatómica; fijémonos con detenimiento que, aquellas cabezas con la mirada perdida y fundidas en un mar de sombras abyectas, son portadas no por el propio cuerpo, sino que parece que se desprenden de estos para ser lo suficientemente capaces de procesionar sobre lienzos representados e independientes.
Así, desprendámonos de preconcepciones furtivas que nos impidan saborear la bilis, endulzada por lo sacro, de este gran artista. Miremos hacia la obra sin números ni siglos delante por un momento, lleguemos a la conclusión de la absoluta atemporalidad que reside en este lienzo.