La caída de los condenados
Más barroco no se puede ser.
Reto a quien sea a buscar una imagen más barroca. Se trata nada más y nada menos que de Rubens, antes muerto que sencillo.
Tres metros de lienzo lleno de figuras cayendo en una cascada —diagonal, claro—. Son los ángeles expulsados por mi tocayo el arcángel san Miguel, que al no poseer ya alas se precipitan directas al infierno y se van convirtiendo en todo tipo de criaturas. Para algún estudioso es uno de los más brillantes ensamblajes de carne deliciosamente desnuda en el arte occidental [1].
Rubens (o uno de sus discípulos, ya sabemos que el artista hacía funcionar su taller como una fábrica de cuadros) se pasó recargando la escena, pero eso no es necesariamente malo si lo hace un genio. Estamos ante una maravillosa explosión de dramatismo, movimiento, teatralidad, exageración… Era el barroco, la serenidad no era apreciada.
La caída de los condenados es una maravilla que podemos disfrutar de lejos (casi parece un Pollock con los cuerpos desnudos que parecen salpicaduras) pero también de cerca, figura a figura. Cada personaje tiene vida propia.
Normal que una obra así despierte los impulsos más locos de la gente. El 26 de febrero de 1959 el filósofo Walter Menzl saltó a la fama por quemar con ácido el lienzo como una especie de performance constructiva/destructiva. Le cayeron 3 años de prisión.
Afortunadamente el cuadro no fue destruido y hoy lo podemos ver en Munich.