Cristo atado a una columna
Está hecho un Cristo.
Esta escultura es puro concilio de Trento: sangre, sudor y lágrimas.
La esculpió Pedro Roldán y Onieva, padre de la genial Luisa Roldán «La Roldana», escultora que aprendió el oficio en el taller de este buen hombre, que de anatomía se ve que sabía un poquito.
Miembro de la escuela sevillana, Pedro Roldán estaba especializado sobre todo en realismo, expresividad y movimiento (los tres pilares de toda buena imaginería barroca), y parece que aquí consigue bastante de los tres, como podemos comprobar en una espectacular imagen en la que a la madera sólo le falta respirar.
Pero por muy barroco que fuera, Roldán no pierde el clasicismo ni se deja llevar por la truculencia gore de los imagineros posteriores, que se recrean en la mucha sangre y demás detalles escabrosos que se suponen en una buena flagelación. Lo que Roldán parece transmitir aquí son sutiles emociones. Y eso, colegas, eso es arte.
Un Cristo que parece que aún no ha recibido el primer latigazo tiene sus manos atadas a la espalda y en su rostro se ve —más humano que los humanos— un atisbo de miedo de lo que le espera.
De anatomía Roldán sabía un rato, pero de emociones tampoco se quedaba corto. Lo físico y lo espiritual se unen en una obra hiper-religiosa que muestra la efigie de lo que parece un super-héroe mostrando temor y valentía al mismo tiempo.