Desnudo femenino en escorzo
Una nueva belleza: natural y espontánea.
Una figura enroscada, como adormilada. Una visión en fulminante picado modelando cada rincón de un cuerpo acurrucado que emerge entre penumbras. Exaltación de una nueva belleza, natural y espontánea.
Ramon Casas y Santiago Rusiñol, incansables compañeros de inquietudes, pincel y juergas, aprovecharon el tiempo como bohemios de bien que eran, empapándose de todo un poco en el efervescente París de finales del XIX. Así, se dejarían arrastrar por las imparables corrientes pictóricas que se llevarían por delante el academicismo imperante, representado en esta obra con una esfera perfecta que se desvanece entre las sombras, para dar paso, así, a este irresistible desnudo incitando a cucharita.
Cada pincelada acaricia un tramo de piel, un mechón de pelo, un recoveco en la sombra, hasta diluirse en esa evocadora intimidad que enaltece la belleza femenina porque sí.
Un canto a lo espontáneo frente a la mesura, a la pulsión de un lecho de amapolas frente a la perfección geométrica que se diluye en el fondo para ensalzar la belleza natural de las formas.
Un desnudo valiente, sin más pretexto que la recreación estética ante lo bello y la inmersión directa en una tendencia innovadora. Ya no era sólo impresionismo, naturalismo o realismo: cuando irreverentes como Casas y Rusiñol expusieron – y se expusieron – ante la rancia mirada burguesa de su Barcelona natal, y asistieron a desdenes tipo la retirada de alguno de sus desnudos de la exposición del Ateneo Barcelonés de 1893, estaban sentando las bases del Modernismo catalán en su más pura expresión plástica.