Doña Juana la Loca
Loca de amor.
Con 29 años, Pradilla consiguió fama internacional con este enorme cuadro de historia que retrata a la reina Juana I de Castilla (1479–1555) conocida popularmente como «Juana la Loca», un personaje ideal para ese siglo XIX romántico.
Doña Juana era una figura trágica arrebatada por la pasión. «Loca» de celos y de amor no correspondido, Juana era una mina de oro para cualquier artista romántico. Aquí la vemos además velando el cadáver de su esposo, el llamado Felipe el Hermoso en un cortejo sin rumbo fijo, en pleno invierno.
La historia de este matrimonio es puro melodrama romántico:
Juana siempre había sido un espíritu libre. Por ejemplo, pasaba olímpicamente de la religión, cosa que sus padres (los Reyes Católicos) intentaron ocultar todo lo posible.
Cuando conoció a su primo tercero Felipe, fue un flechazo. Ambos se enamoraron. Y se casaron: el matrimonio concertado coincidió con una unión de amor. Pero Felipe (que por su apodo, ya imaginaréis que no era feo del todo) muy pronto perdió el interés y siguió sus correrías extramatrimoniales. Y Juana, «loca» de celos, explotaba de ira.
Como heredera a la corona tenía varios problemas: uno es que no iba a misa, otro, sus numeritos a causa de los celos… Al morir su madre, y tras varios juegos de tronos, su marido Felipe fue proclamado rey de Castilla como Felipe I.
Pero poco después, el rey muere de pronto (muchos dicen que envenenado) y la reina Juana casi muere de tristeza. No se separó ni un momento del féretro, que recorrió media Castilla, y los nobles obligados a seguir la comitiva bajo un frío terrorífico durante ocho meses no estaban nada contentos. Los rumores sobre una supuesta locura de Juana se extendieron rápidamente por toda España.
Más juegos de tronos siguieron a este suceso, y Juana fue encerrada durante cuarenta y seis años en un palacio/cárcel/manicomio. Ninguneada y maltratada, tratada como una enferma mental, Juana pasaría a la historia como Juana la Loca. Su padre, y después su hijo, se quedarían con la corona.
Así pues, Pradilla retrata a un joven reina viuda a la intemperie, sufriendo el frío de ese desolado paraje castellano, el fuerte viento que casi hace apagar las velas y la tristeza de haber perdido a su gran amor. El resto del séquito no parece tan afectado: podemos ver rostros en los que se percibe desde el aburrimiento hasta el cansancio extremo.
Del cuadro llama la atención sobre todo la maestría de la composición: un ritmo, una armonía y una escenografía tan teatral y realista al mismo tiempo (otra vez, Romanticismo)… en definitiva, y un saber poner las cosas cómo y dónde deben estar, que encumbraron a este artista a lo más alto de la pintura histórica europea.