El aquelarre
Despuntes hipersensibles.
La Quinta del Sordo acogió a Francisco de Goya en sus últimos años. Esos en los que, se dice, había perdido la razón y se abandonó a las sombras. Esos en los que el carácter sórdido de su época absorbió su búsqueda estética. Esos en los que produjo escalofríos y reprodujo la barbarie de los primeros despuntes hipersensibles del siglo XIX. Algo hubo en la soledad sombría de la finca que llamó a los espectros a bailar entre las paredes: los estertores del rococó mezclados con las pretensiones fallidas del movimiento neoclásico. Quizá fuese por este mismo estruendo confuso que el artista se encerrase a pintar en la soledad.
Es durante esta época que vuelca su obra a las artes oscuras. Resulta natural, entonces, que haya dedicado dos años a la serie Asuntos de brujas (1797–1798): seis cuadros que, inicialmente, estaban pensados con fines decorativos para el palacio de «El Capricho», por encargo de los duques de Osuna. Hay una insistencia en lo terrible, en lo oculto: en ese dolor que produce solamente la angustia de cuando la Razón se va a otra parte, y el caos se desata. Sin embargo, dentro de ese baile oscuro, se destaca El aquelarre (1798), en la que un macho cabrío parece dictar la suerte de aquellos que se sientan en torno suyo.
La obra enfatiza un romanticismo incipiente, en la que la pasión se postula sobre el carácter racional del ser humano. En esa estética de lo sublime de lo terrible es evidente una preocupación que se deslinda del proyecto ilustrado, y que tiende hacia esa desconfianza a los productos del movimiento empirista. Es el cataclismo de una razón que se ha vuelto loca, y que se expande lentamente al ámbito artístico: cada vez más sensible, cada vez más oscuro, cada vez más desquiciado.