El árbol de los cuervos
Me muero de anemoia!
Un roble retorcido, muriendo en el otoño como todos los años. Sólo queda él, pues sus amigos han sido ya cortados, cercenados, amputados y sólo quedan sus tocones, que son como tumbas (al bueno de Friedrich al parecer le gustaban las tumbas, los cielos moribundos y las ruinas). El árbol se retuerce en una pose dramática, estirando sus extremidades como un bailarín que representa la muerte de un cisne.
La vida del roble es representada en esas pocas hojas que le quedan, que son la metáfora perfecta de que algo se está acabando. Sólo unos cuervos negros dan algo de vida al árbol, posándose en sus ramas a modo de plañideras.
El día también está muriendo en el cielo…
Friedrich y la muerte… La muerte: el comienzo de la inmortalidad, lo que nos iguala, lo que da valor a la vida.
Sin embargo, en estas pinturas de Friedrich donde la muerte está tan presente, la verdadera protagonista siempre es la esperanza. La belleza de lo triste, la nostalgia de algo que no hemos vivido (anemoia se llama esta extraña sensación, y más extraño y maravilloso es que tenga acepción en un diccionario), la promesa de que, al fin y al cabo, es inevitable la vida después de la muerte, año tras año.
Noviembre es un mes terrible, pero también hermoso. El año se acaba, pero uno nuevo va a nacer. Esa es lo esperanzador y la belleza de lo perpetuo.