El banquete de Herodes
Un arte de lo más fresco.
En el interior del templo, resiste a la degradación un fresco sobre una escena paralela de la vida de San Juan Bautista. Sus ocupantes no son conscientes de su propia desaparición. A algunos de los presentes se les han desvanecido los ojos. Hay una figura que ve sus ropajes confundidos con el mismo tono del fondo. Parece que alguien no tuvo la gentileza de explicarle que ese día no debía vestirse de cielo.
Los pigmentos que mejor sobreviven son los más puros, los que dependen de la naturaleza del material antes que de la técnica que resulta de la emulsión de yema de huevo empleada para la mezcla. La opacidad del rojo cadmio conviene a la piedra, a pesar de la veloz decoloración. Queda la profusión de la tierra verde bajo el marfil negruzco. Faltan aún casi cinco siglos para el descubrimiento del azul de Prusia definitivo, y su fórmula tan solo se intuye: todo artista contemporáneo a Giotto sabe que la cochinilla (que luego se mezclaría con hierro y alumbre) será la primera en desintegrarse.
Giotto di Bondone (1267–1337) vivió obsesionado con la idea de que su obra debía pervivir en la materia: probó la sangre de cuantos animales encontró, buscó una vivacidad intensa de lapislázuli, e introdujo un nuevo sentido del volumen, poniendo la excelencia de la técnica al servicio de un escorzo vertical. Al mismo tiempo, expandió su imaginación hacia temáticas increíbles, con variaciones casi obsesivas y elementos inéditos como la incorporación de las cabezas de adultos flotantes rodeadas de oro. Sin embargo, llegó a ciertos lugares en los que nadie quería quedarse: tuvo cierto éxito al final de su vida, pero pagó el precio de anticipar la deuda con la naturaleza que, según explica Vasari, cualquier artista contrae al instante de ponerse a crear: ser marcado para la posteridad como un ser repleto de dudas y sombras.
Giotto siempre despierta polémica. Cuando no es por la atribución de su autoría a un determinado mural, es por el modelo de preservación y restauración de sus obras. Polémicas inherentes a un autor de hace siglos, pero especialmente afiladas en el caso del toscano, sobre cuyo legado e influencia circulan las más enfáticas y extravagantes opiniones. No son solo los terremotos físicos los que ponen en peligro los frescos, los seísmos en forma de disputa también prolongan la sensación de que poco puede hacerse ya para conservar la integridad de las pinturas. La época en que Giotto vivió y desarrolló su arte tampoco fue fácil: el siglo XIV fue el siglo de las epidemias desconocidas, se produjo el descubrimiento para los europeos (en Florencia, por cierto) de la pólvora aplicada al armamento, y los gobernantes eran ciertamente desastrosos (pensemos por un momento en Alfonso XI, o en su sucesor Pedro I de Castilla, Pedro El Cruel para los amigos), incapaces de instaurar la paz y resolver las tremendas hambrunas que asolaron el continente; se sabe por pruebas con carbono que la temperatura de la superficie terrestre disminuyó sensiblemente, lo que afectó a las cosechas y dio inicio a lo que se conoce como Pequeña Edad de Hielo. Todo ello unido a la lenta y penosa salida de la civilización de una oscura Edad Media para acabar en otra tiniebla más densa. Giotto debió morir creyendo que la humanidad no podía estar más cerca del Apocalipsis: en 1337 comenzó en Francia la Guerra de los Cien Años.
Teniendo en cuenta este contexto, brilla con fuerza la ruptura con la edad anterior en las formas, y resalta el avance en la profundidad y el espacio. La renovación de Giotto en la expresión de los rostros es inquietante por su realismo, y más aún, por su exactitud (en este aspecto, su influencia sobre artistas posteriores como Lorenzo Monaco, o Fra Angelico, es indiscutible). Los explosivos tonos sembraron la admiración de pintores tan contemporáneos y obsesionados por el estudio del color como Rothko.
Pero el tiempo es implacable. No es el único elemento en cuestión, aunque contribuye como pocos a desvanecer aquello que nos parecía sólido. La pintura mural sobre el festín de Herodes es otro ejemplo: se intentó lavar el fresco a mediados del siglo XVIII, con deprimente resultado. Con todo, impresiona la escena: la disposición de los personajes, el músico en un aparte y ajeno a lo que sucede, los dos episodios con la cabeza de Juan Bautista (invisible pero ocupando su hueco) que pueden localizarse gracias a la versión de Monaco sobre la misma escena.