El noveno círculo
Expulsión, según Doré y Dante.
No sé cómo me hallaba.
Sólo sé que
estaba, que no estaba muerto,
pero estaba falto de facultad
toda salvo el espanto. Observad
lo que puede ser esto. Estar
muerto a todo, salvo al terror.Infierno, XXXIV, l. 38–44
Lucifer mira al vacío con las alas entumidas. Hace frío. Las lágrimas se le congelan en el rostro mientras caen al piso, todo de hielo. Desde lejos se ven incrustaciones de lo que fueron cuerpos en otro momento. Hay cabezas que se quedaron a medio viaje entre las profundidades del mar helado. Se aprecian apenas las narices, los dedos de los pies, los bracitos que emergen como témpanos olvidados. Ya ni siquiera son restos humanos, ya ni siquiera pueden llorar por sus penas. Tampoco merecieron convertirse en polvo: están suspendidos en el entumecimiento más absoluto, alejados de la calidez del perdón, y negados para siempre de la redención del alma. Expulsados. Ahí está, en una imagen: la desolación, la soledad, la condena máxima.
Gustave Doré retoma esta imagen del Noveno Círculo del Infierno de Dante Alighieri. Hay hielo, hay silencio, hay destrucción: en suma, no hay nada. Quizá sólo quede el entumecimiento de esas alas que se resisten a dejar de batir, inquebrantables, imperdonables. No puede dejarse de ver la derrota con la que representa al primero de los traidores. Está ensimismado en un dolor que ya no siente, pero que añora, ausente. La mirada se le extravía entre la multiplicidad de restos que yacen desperdigados frente a sí, como si no los viera, como si no los fuera ver nunca. Y luego están las alas, que en vez de extensiones de sí mismo parecen enjaularlo en el trance de su batir, que se pierde, pierde, pierde. Son los ecos de los expulsados, y nada más.