Escena de El Cairo
El Egipto exótico de los orientalistas.
Completamente virgen de África y de Islam, y después de un tiempo en Venecia, Majorelle arriba a El Cairo en 1912. Allí, en el otro lado del Mediterráneo el sol, que brilla con una intensidad desconocida y la algarabía frenética del universo musulmán, trastocan al francés. Su orientalismo peculiar comienza.
Excitado, se lanza a retratar Egipto, con el entusiasmo de los peregrinos-pintores de la generación previa que habían recorrido Italia. No obstante, Jacques no se focaliza en la grandeza arquitectónica de la dinastía tuluní, tampoco imagina interiores áulicos con fuentes de mármol labradas. Nada hablará en su obra del «esplendor oriental» que recitara su compatriota Baudelaire.
Lo suyo es el arrabal y lo que allí habita, que plasma con ánimo de pintor costumbrista.
Nos encontramos en Marg —un villorrio de aspecto bíblio-coránico rodeado de palmeras— donde enamorado de su autenticidad Jacques pintará recurrentemente. En torno a la tumba de un maestro/a sufí, grupos diversos de gentes se dedican al asueto cerca del crepúsculo. La diagonal que separa la penumbra del claro parece segregar también por género, indicando ámbitos bien diferenciados, donde los varones descansan en luz.
Un grupo piramidal en la sombra centra la imagen: son tres figuras femeninas en distintos grados de modestia. Las dos veladas se muestran tímidas, esquivando nuestra mirada, solamente la tercera —la gitana fugada de un lienzo de Romero de Torres— entre aburrida y melancólica se nos descubre, mostrándonos debajo de un estampado floral, la mujer de piel qué es. Junto al trio, un cántaro de agua: atributo femenino de la tarea doméstica.
La paleta es breve, de colores colores sucios y apagados, en la que destaca la fuerza del amarillo, color que será fetiche en la etapa egipcia de Jacques Majorelle.