Un marroquí
Fortuny quedó fascinado con África.
Contra la pared, con una única línea como referencia espacial, la del suelo. Con el torso semidesnudo, los pies descalzos sobre la tierra, las manos entrelazadas en actitud de reposo y un brillo en la mirada que termina de esbozar la media sonrisa con la que el marroquí nos mira — perdón, mira a Fortuny— el pintor que con sus acuarelas intenta captar la esencia de Marruecos, de su gente, de su luz.
Esa pared, que lo es de barro, encalada, arenosa, en la misma gama de tonos que su piel y que parte del país y de todo el Magreb. Esa pared que sirve de fondo para mostrarnos a un hombre anónimo, racial y cultural, esa pared que también es la representación de un territorio en donde se funden sus pies, sus raíces.
Mariano Fortuny, cautivado en su primer viaje por la luz africana decide volver para completar su experiencia, un primer contacto no había sido suficiente para abordar una cuestión tan complicada. Vuelve a llamar a las puertas de la Diputación de Barcelona para que le sufraguen una segunda estancia en Marruecos.
No lo sabemos de boca del pintor pero a juzgar por las obras que se gestaron gracias a esta segunda visita, quizás fue una de las experiencias más importantes de su vida, el éxito no lo atenazaba como lo haría posteriormente y gozaba de una libertad de artista que seguramente echaría en falta en su última etapa. Su entrada en el mercado internacional no fue sin peaje, los temas dejaron de ser tan libres y su marchante ejerció una presión e influencia excesivas.
Cuando realiza esta acuarela el orientalismo está de moda en Europa. Entre los artistas e intelectuales de Paris, con los que contacta en su estancia en la ciudad, el hachís, las odaliscas, Siria, Marruecos, las alfombras persas y todo lo que evoque a Oriente son un referente. Delacroix, Ingres o Baudelaire sus representantes.
Y en esa tierra de arena y barro a través de la acuarela, pigmento acuoso, encuentra unas texturas maravillosas y una luz que da por concluida su búsqueda en el Magreb.