
Frutero
Lo cotidiano bañado en luz.
Isabel Quintanila casi nunca pinta seres humanos en sus cuadros, al menos no presentes. A lo mejor es más evocador pintar una ausencia que una presencia. Prefiere objetos y espacios. Minuciosos y detallados, como tratando de alcanzar la utopía de plasmar la realidad. Son objetos y espacios, eso sí, con relaciones muy íntimas con la gente. Son máquinas de coser descansando de un duro trabajo, mesas de despacho con papeles, o simples frutas viviendo en un frutero.
Y siempre en silencio. La mina de donde extrae su arte Quintanilla es lo cotidiano bañado en luz, que no viene a ser otra cosa que poesía.
Como este frutero, que parece real, no tan real como la frutas envejeciendo de Caravaggio, pero sí meticuloso, fotográfico, esmerado.
Aunque no todo en pintura es pintar bien, que las cosas «parezcan reales». Además de ser algo inalcanzable, más bien es el ego de un artista buscando verificación, el escaparate de su pericia técnica. La técnica es más importante en épocas de arte aburrido. Cuando habla la historia, la técnica es, de hecho, casi secundaria. Lo que importa, lo que resuena, lo que llega y se queda es la poesía de las cosas.
Y Quintanilla, con sus ausencias y sus silencios, es una pintora que resuena.