La sandía
Una especie de autorretrato.
Muchos de los cuadros de la pintora Isabel Quintanilla podrían ser adjudicados a la mano de su gran amigo Antonio López, y al revés. Las escenas de habitaciones vacías sobre todo, parecen haber sido pintadas de manera conjunta. Pero cuando hablamos de sus bodegones, no hay espacio para la duda: las naturalezas muertas de Quintanilla nos regalan objetos muy personales que hacen que sus pinturas se conviertan en una especie de autorretrato.
La sandía parece incluso hablarnos de un humor muy sutil que toda persona que conoció a Isabel, destacaba en ella. Ciertamente, la sandía está en el centro de la composición, se abre de manera descarada y deja ver toda su belleza y vida, sus tonalidades jugosas y apetecibles. Sin embargo, nuestra mirada se va rápidamente al lado derecho. Ah, ¿no estábamos hablando de la sandía?,
parece susurrarnos ella. Pues no, lo importante no siempre está en el centro. Un bolso abierto, una cartera, un encendedor, un sobre…. Estos objetos toman el protagonismo. También nos llama la atención, pero no de manera tan contundente, la caja de pinturas al pastel que responden al otro lado del óleo. Soy mujer, fumo y soy artista,
parece decirnos de forma contundente. El fondo es un ejercicio majestuoso de las infinitas tonalidades del blanco y el gris. Mesa y pared se ponen al servicio de los diversos objetos, pero sin perder su dignidad de contenedores.
Bodegones como los de Quintanilla nos hacen replantear el concepto de naturaleza muerta. Aquí todo está vivo, ya sea la materia natural de las frutas o la materia elaborada de los objetos. Todo nos habla de ella, su presencia puede palparse detrás de nuestra espalda mientras observamos el cuadro. Es la emoción de la ausencia. Que no haya personas en los bodegones de Isabel Quintanilla no significa que no los percibamos. Sólo hay que contemplar la escena e imaginar a la pintora posando sus pertenencias. Nos lanza una invitación, quiere dialogar con nosotros. Quiere que completemos lo incompleto.