Good Boy Bad Boy
Infinitas formas de comunicar un mismo mensaje.
Bruce Nauman contrató a dos actores profesionales (muy convincentes, por cierto) para su Good Boy Bad Boy. Cada uno de ellos aparece en un monitor sobre un pedestal a la altura de nuestras cabezas.
Un joven negro y una mujer mayor blanca empiezan a hablar y ambos sueltan las mismas cien frases, que son la conjugación repetida del verbo ser/estar (ya sabemos que en inglés esto es complicado…) vinculado con el término chico bueno: Soy un buen chico. Tu eres un buen chico. Somos buenos chicos…
y después lo mismo con “buena chica”, “chico malo”, “chica mala”, etc… Y después el delirio… Frases cada vez más extrañas, primero de forma neutra y plana, pero irritándose cada vez más hasta llegar al enfado.
Y acto seguido, el bucle se repite.
Como cada uno tiene sus tempos, él y ella se van desincronizando poco a poco consiguiendo dos realidades completamente distintas en cada pantalla, aún diciendo las mismas frases.
Es la clásica instalación irritante de Nauman, que para un visitante del museo ya puede ser una experiencia insoportable (desde luego no es humanamente posible ver la hora larga que dura cada secuencia… y que además después se repite hasta la exhalación), pero para la pobre gente que trabaja ahí debe ser directamente el infierno en la tierra.
Nauman, condenado hijo de puta, busca molestar y desorientar al espectador. Quiere explotar los diferentes niveles de lectura experimentados por el espectador que se enfrentará a una cascada de acusaciones contradictorias, muchas de las cuales implican juicios morales que, a través de la repetición, parecen ser cada vez más amenazantes.