La Ciudad
Fe en la máquina.
Cuando Fernand Léger (1881–1955) pinta La Ciudad ya ha conocido los horrores de la I Guerra Mundial y ha sido testigo de primera mano de las atrocidades que nuevas máquinas como tanques o ametralladoras son capaces de provocar. Pero lejos de demonizar el mundo moderno, aunque en ocasiones adquiera el perfil desgarrador de las trincheras, su fe en el progreso y en las posibilidades de la máquina para mejorar la vida de las personas se hace más patente en su obra. Su paso por la Gran Guerra en el cuerpo de zapadores le deja un año convaleciente en un hospital, pero sobre todo la revelación de que el arte ha de estar dotado de una cualidad pedagógica y regeneradora.
Nacido en Normandía, en el seno de una familia de campesinos, Léger estudió arquitectura, donde conocería a Le Corbusier y se trasladaría a París en los primeros compases del siglo XX. Allí todo su potencial se desbordará al conocer (como tantos pintores de su época) la obra de Cézanne. Deja atrás el flirteo con el impresionismo de sus primeras obras, para lanzarse de lleno a una continua exploración basada en la geometría. Ese camino le lleva irremediablemente a coincidir con Picasso y Braque que por aquel entonces están en el punto más álgido de su colaboración/competición por llevar la forma a su límite último.
Por aquellos años previos al estallido de la Gran Guerra, la orgía de figuras puras que puebla los lienzos de Léger le harán merecedor de que su obra sea catalogada como cubismo órfico por el gran gurú de las vanguardias, Apollinare.
Pero como decíamos al principio, tras su paso por las trincheras todo cambia para él. Abandona el lirismo de sus primeras obras cubistas por una visión más plácida del mundo, pero al mismo tiempo no carente de cierta aspereza plástica.
En La Ciudad plasma una suerte de collage pictórico sobre la vida moderna. Una visión precursora, en cierto modo, del Pop Art que parece alimentarse del ritmo vertiginoso de las máquinas, ya objetos inalterables del mundo que surge de las cenizas de la contienda europea. Un enfoque no carente de subjetividad que, no obstante, lo vincula a la mejor tradición paisajística.
La ciudad que pinta Léger no es aún la urbe de cemento y hormigón que crecerá hasta devorar a los parias del campo y el arado, que en la segunda mitad del siglo XX buscarán entre sus muros una vida mejor. Todavía es un lugar donde el optimismo y la esperanza tienen cabida. Este deseo de humanizar un espacio cuya naturaleza no puede ser más antihumana es patente en la paleta cromática, lejana del habitual reduccionismo cubista y que persigue un optimismo nada artificioso. Se siente en el aparente caos que, tras un vistazo en detalle, se convierte en un orden meticuloso articulado en torno a la figura humana, no solo presente, sino ocupando el centro mismo de la obra.
Un lienzo, el de La Ciudad, que ahonda en el optimismo de un artista que fue testigo de los horrores de la guerra y decidió olvidarlos en favor de la fe en un futuro donde hombre y máquina compartieran espacios comunes.