Las mujeres de Amfissa
Retrato de la sororidad.
Una multitud de mujeres. Un mercado que fácilmente, por su arquitectura marmoleña —sello de Alma-Tadema— ubicamos en la Antigua Grecia. Si nos fijamos un poco más, empieza a desvelarse una situación un tanto desconcertante: algunas damas, pulcramente vestidas y peinadas, permanecen de pie con posado serio. Contrastan con las que yacen en un reposo plácido, con el pelo enmarañado y vestidos vaporosos, llevando flores y hojas a modo de joyas. ¿Qué ha sucedido?
Como buen post-romántico, Alma-Tadema buscaba escapar de los nuevos horrores industriales del siglo XIX. Lo conseguía pintando escenas de pureza grecorromana, como la anécdota de Las mujeres de Amphissa, narrada en un texto de Plutarco y representada en esta obra.
Las protagonistas son un grupo de bacantes, las bellas y peligrosas sacerdotisas de Dioniso, dios del buen vino y la música: eran conocidas por sus noches de locura, en las que excluían a los hombres en su culto para bailar, cantar y gritar durante horas. Originarias de Delfos, estas bacantes se han perdido en el desenfreno de su celebración: han deambulado hasta llegar a Amfissa, donde se han desplomado agotadas en medio de la ciudad.
Por desgracia, su sosiego corre el peligro de ser interrumpido. Los tiempos de guerra han traído un ejército de paso por la ciudad, y las ciudadanas de Amfissa desconfían de la integridad de los soldados al encontrarse con semejante banquete de durmientes e indefensas jóvenes. Temerosas por la seguridad de sus hermanas, las rodean para vigilarlas, protegerlas y atenderlas en su descanso.
En esta obra, la perfección formal más absoluta se manifesta en el delicado trazo del pintor, del que nacen las ropas exquisitas y los cabellos sedosos de las figuras. La composición equilibrada y la limitación de la paleta crean una atmósfera de paz y belleza, transmitiendo de alguna forma el valor de la sororidad retratada.