Números imaginarios
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La obra perteneció al marchante Pierre Matisse (1900–1989), hijo del propio Henri Matisse, que en 1931 abrió una galería en Nueva York, y desde 1958 estuvo en manos del gran historiador del movimiento moderno y conservador del Museum of Modern Art, William Rubin (1927–2006), hasta que entró en la colección Thyssen-Bornemisza en 1973.
Durante los años finales de su vida, la pintura de Yves Tanguy se hace más oscura y menos poética. En Números imaginarios, para algunos su última obra, las anteriores formas biomórficas se vuelven rocas y dejan de estar aisladas para formar conjuntos compactos de formaciones geológicas. Estos monumentos ambiguos, que algunos autores relacionan con las esculturas de Henry Moore o de Hans Arp, pueden ser entendidos como una premonición de la muerte. Al igual que ocurre en Multiplicación de los arcos, una pintura del mismo año, el extraño e inexorable mar de piedras se convierte en un laberinto aterrador en el que desaparece cualquier esperanza de poder escapar. Todo se vuelve inorgánico, todo se petrifica y se atemporaliza de una forma exagerada.
Se dibuja un laberinto que transcurre en una marisma irreal en la que convergen figuras de distintas formas sucesivamente. Estas figuras son cilíndricas y blandas, y juegan en su superposición a entrelazarse entre sí.
Es realmente magnífica la técnica en la que el autor elabora, mediante finísimas líneas ondulantes ese mar imaginario de aguas profundas, y esa meseta del fondo, llana y solitaria tapizada de un motivo de cebra.
Los colores, como casi siempre, son muy restringidos: saliendo de las tonalidades de grises y negros solo encontramos puntualmente el azul en la figura que nos recuerda a un ojo camaleónico, y el rojo óxido muy tenue en ciertos sombreados.
Los salientes de los acantilados, como si de fiordos se tratasen, nos evocan a la Bretaña natal del autor, a sus costas esculpidas y recortadas en altas paredes de roca blanca.