Recordando a Oskar Kokoschka
El músico y pintor homenajea a su amigo.
Arnold Schönberg revolucionó la música del siglo XX con sus composiciones atonales, una música especialmente pensada para poner los pelos de punta a las clases medias bien pensantes. La crítica se le echó encima, lógicamente. Nada tan novedoso, tan marciano puede ser aceptado así como así.
Pero Schönberg no renunciaba al pasado. Todo lo contrario: se consideraba heredero de Bach, Mozart y Beethoven. Aún así, era un artista turbulento y se ve en composiciones como la que está sonando. A su amigo Kandinsky (ambos se influenciaron mutuamente) le dijo en una ocasión: ¡El arte pertenece al inconsciente! ¡Hay que expresarse uno mismo! ¡Expresarse directamente!
Esto de las disonancias que suenan mientras lees esto quizás se deba a la etapa convulsa que estaba viviendo el músico-pintor. Schönberg se había metido en la pintura gracias a (o por culpa de) Richard Gerlst, un muerto de hambre con gran talento que fue acogido en el piso del matrimonio Schönberg.
De este pintor maldito aprendió que el subjetivismo puro, unido a una cascada de expresividad y sobre todo, espontaneidad dan como resultado, si bien no una obra maestra, si cuadros notables por su honestidad y fuerza. Schönberg lo comprobaría por si mismo en los numerosos cuadros que pintaría en la época.
Lo que no sospechaba el bueno de Arnold es que Gerlst se estaba enrollando en secreto con su mujer Mathilde y cuando se enteró, se sintió doblemente traicionado. Gerlst por su parte, y quizás por la culpa, quemó casi toda su obra pictórica y se suicidó ahorcándose desnudo frente a un espejo.
Normal que en la época que pintó este cuadro homenaje a su colega y paisano Oskar Kokoscha, lo que haría Schönberg tanto en música como en pintura es manipular su dolor con fines expresivos en nombre de la abnegación personal y la purificación.
Ruido y furia que se convierten en arte. Quizás no es del todo bonito, pero como dijo el propio Schönberg: La belleza es una necesidad de los mediocres.