Retrato de Mademoiselle Caroline Rivière
Si hay tragedia, es romántico
Podría ser Natasha Rostova, la chiquilla de ojos negros protagonista de Guerra y paz, el año en que asiste a su primer baile. El aspecto de la joven y la moda que luce encajan perfectamente con el personaje. Pero no; la retratada es Caroline Rivière, una dama francesa que, en aquel entonces, contaba con apenas quince años.
Ingres era, ante todo, dibujante. Las figuras de sus cuadros están perfectamente delimitadas; las líneas se desenvuelven casi de forma mágica sobre el lienzo, claras y contundentes. Sin embargo, no se puede etiquetar al artista de neoclásico, ya que, en parte por su extensa trayectoria vital (nada menos que 87 años), en parte por su carácter rebelde, nunca se ciñó a un estilo concreto. Su curiosidad, como la de todo gran artista, bebió de muchas fuentes, incluido el tan denostado pasado medieval.
Mademoiselle Rivière aparece mirando al espectador, con el cuerpo un tanto ladeado y con un preciosista y detallado paisaje a sus espaldas, al más puro estilo quattrocentista. No es ningún misterio el amor que sentía Ingres por el siglo XV y por el arte italiano en general. De la misma forma, la estilización del personaje, la minuciosidad del detalle y la contundencia del dibujo refuerza la sensación de medievalidad, y acerca al pintor a los primitivos flamencos, especialmente Van Eyck y Van der Weyden. No en vano, cuando el cuadro se expuso en el Salón de París de 1806, fue tachado de demasiado goticista por sus contemporáneos.
El artista se sintió tremendamente hechizado por la modelo, a la que describió como «encantadora» en algunos de sus escritos. No tenemos constancia de un enamoramiento de verdad, aunque bien podría haber sucedido, dado que Ingres se hallaba entonces en su plena juventud (y ya sabemos la fascinación que siempre ejerció en él la figura femenina)… de ser así, la historia es digna de una tragedia romántica al uso: la joven fallecería solo unos meses después de terminar el cuadro, a los quince años.
Todo un tortazo emocional para el pobre Ingres, y por supuesto para los padres de la muchacha; por cierto, también retratados por el pintor ese mismo año.
Mademoiselle Rivière es apenas una niña, y el artista la representa vestida de blanco inmaculado. Casi no tiene pecho; sus rasgos son aún infantiles, pero en los gruesos labios y en la mirada húmeda vislumbramos a la inminente mujer. Una mujer que queda enfatizada con la sensual boa blanca que la envuelve y los guantes que le caen demasiado grandes. Sea como sea, la dulzura que el artista imprime en el retrato nos llega al corazón. Y ya nos da igual que el cuello de la joven sea demasiado sinuoso, la cara demasiado ovalada y la nariz demasiado larga. ¿Qué más darán las incorrecciones anatómicas, cuando se puede transmitir tanta ternura?