El sueño
Suspiros de sal.
Es bien sabido que, durante 1865, Whistler y Courbet pasaron una temporada en Trouville juntos con Joanna Hiffernan. El primero dedicado a la observación del tinte taciturno del mar difuminado por la niebla; el segundo, sencillamente a explorar los pliegues eróticos del cuerpo femenino a través de la musa irlandesa. El ritmo acompasado de las olas bien recordaba a los suspiros alados de otro tipo de sensibilidad, más corpórea, de más contacto, de la piel que se eriza cuando siente la calidez de otro ser que respira cerca.
Para entonces, Courbet era conocido por no temerle al desnudo. De todos los artistas de la época, era el único probablemente que no se dejaba intimidar por los límites estrictos que la Academia establecía para la estética. Es por esto que, aún hoy, resulta a lo menos, revelador. El mar y el verano eran la mejor excusa para ir más allá en ese erotismo desencadenado, y de este periodo arenoso junto a la costa francesa es producto Le sommeil (1866): de la brisa que apela al suspiro, del sol, que acaricia la piel, de la arena, que se introduce hasta los rincones que el sol no alcanza. Hiffernan sirvió únicamente como medio.
En esta obra, Courbet sabe hilvanar bien el plano onírico con aquel de la intimidad de recostarse en un mismo lecho. Le sommeil, a pesar de ser unos cuadros icónicos del simbolismo francés, juega con ambos espacios, en los que las mujeres representadas descansan, unidas, como aisladas de todo lo demás. Pareciera que se abrazan como dos olas que se deshacen la una sobre la otra. El blanco de las cobijas simula la espuma suave que sucede después de ese punto máximo en el que el oleaje explota contra la playa.
Plácido, suave, homoerótico: Gustave Courbet habla de cercanía, estética e intimidad inclusiva, incluso, desde el siglo XIX.