Cabeza de venado
La simplicidad del barroco
A la hora de escoger cuadros que causen impacto en el espectador, una tendencia frecuente es irse a temas dramáticos, violentos, morbosos, eróticos, con personajes estrambóticos (incluyendo seres mitológicos a cuál más surrealista), etc. El barroco del XVII facilita mucho esa labor puesto que podemos encontrar de todo en ese siglo del exceso.
Pero también podemos fijarnos en los pintores afables, serenos, que huyeron del artificio, como Vermeer o De la Tour, que lograron plasmar lo pequeño e intrascendente. Otro que destaca por la simplificación, tanto en las composiciones como en los conceptos, es Velázquez.
Si quería pintar una imagen religiosa, la ponía en segundo plano, y los protagonistas eran personas humildes haciendo labores cotidianas (Cristo en casa de Marta y María, La cena de Emaús); si quería pintar escenas mitológicas, reducía a la mínima expresión la grandilocuencia (el Dios Marte, como un soldado agotado; Argos, el gigante de 100 ojos, como un simple mortal dormido); si su interés era plasmar la figura humana, ya fueran los bufones de la corte o el mismísimo Cristo crucificado, lo hizo con un minimalismo extremo, herencia de Caravaggio y Ribera.
La austeridad máxima la consiguió en un cuadro de pequeño tamaño, que refleja su capacidad de ir a contracorriente en pleno barroco: la Cabeza de venado, de una genialidad absoluta que, sin embargo, pasa bastante desapercibido. Muchos críticos lo asocian a los cuadros de caza que le encargaba el rey Felipe IV.
No existe precedente de un retrato de un animal que, sin ser doméstico, mira al espectador sin atisbo de humanización alguna. Es, por tanto, una instantánea captada de un animal salvaje, lo que complica enormemente su plasmación pictórica (nada comparable a un perro, por ejemplo).
Las imágenes de ciervos en la época solían venir asociadas a escenas de cazas sangrientas (como excepción a esto, un cuadro religioso, La visión de San Humberto). Pero hasta ese momento, ningún pintor había realizado un retrato de un animal no doméstico, por el puro placer de hacerlo.
Se trata de la especie Cervus elephus (una de las tres especies del género Cervus), llamado también ciervo rojo o europeo, que si bien en Europa, Norte de África y Asia occidental ha visto reducida su distribución en los últimos siglos, en otras regiones del mundo como América del Sur, es una plaga que desplaza a otras especies locales.
El que reflejó Velázquez pertenece a la subespecie Cervus elaphus hispanicus, exclusiva de la península y de menor tamaño que la existente al norte de los Pirineos. La población en España ronda los 300.000 mil y va en aumento. Su máxima amenaza es la mezcla genética con ejemplares de otras subespecies para que las cornamentas de los machos cazados sean de mayor tamaño.
Desconozco el porqué hay personas que adoran tener la cornamenta de un ciervo colgada en la pared. Es posible que a Velázquez tampoco le gustase e igual pintó éste, tan natural y extraordinariamente vivo, como su pequeño y anónimo rechazo a los gustos cinegéticos de su jefe, Felipe IV. Es más, no es descartable que Velázquez, al igual que hiciera dos siglos y medio más tarde la grandísima Rosa Bonheur, lo que plasmó fue su admiración por el bellísimo ciervo.