Cristo crucificado
El crucificado más sublime del Arte.
Cuenta Juan A. Gaya Nuño, en su breve y subjetiva biografía de Velázquez, que Francisco Pacheco (maestro, mentor y suegro de Diego) ostentaba de ciertas manías en su facultad como asesor del Santo Oficio en materia de representación pictórica religiosa. Entre ellas había cositas, como que San Sebastián no podía ser un joven imberbe y delicado, sino que debía de ser un machote bien duro curtido en batalla, o que Cristo debía de aparecer clavado en la cruz con cuatro clavos, en vez de los tres reglamentarios, acorde a cuestiones histórico-prácticas.
Fue así como Pacheco, en una representación del Crucificado, dedicó al Cristo una pose de lo más insustancial y ortopédica, en un alarde de «cuatroclavismo» en lugar de la infalible opción de los tres. Tanta fue la coña entre los de la época que se hizo incluso una rima con objeto de la hazaña: «¿Quién os puso así, Señor, tan desabrido y tan seco? Vos me diréis que el amor, mas yo digo que Pacheco».
Años más tarde, Velázquez, bien inspirado por su primer viaje a Italia y poniendo en práctica las ideas de su maestro, ejecuta su segundo Cristo con cuatro clavos y se hace el milagro. ¿Eran los cuatro clavos una mala idea? No. En realidad Zurbarán siempre había salido airoso de las crucifixiones a cuatro clavos. La realidad es que el Cristo de Velázquez (como lo tituló Miguel de Unamuno) es un milagro porque va más allá de la facultad que el hombre tiene sobre la técnica para crear. De tal forma Velázquez, con una concepción cercana casi a la fotografía, desarrolla tanto aquí como en buena parte de su obra una manera de pintar que tiende a «lo verdadero», tanto en la forma como en el fondo.
En un idealismo exacerbado, y a gran tamaño, Velázquez pinta al Cristo crucificado más sublime del Arte. Y sin embargo hay una verdad encerrada en el lienzo que se encuentra más cercana a la razón que al artificio, como si de un secreto que augura mayores descubrimientos y que esperase a ser desvelado se tratara, dispuesto a ser resuelto tan solo unos momentos antes de desaparecer.
No es que Unamuno fuese una persona muy creyente, realmente no lo fue. Pero el hombre podía tirarse horas y horas contemplando este cuadro. Por una parte se le hacía bola la idea de creer en la existencia de un Dios-hombre y, sin embargo, no le quedaba otra alternativa. Era esta la única manera de hacer las paces con su naturaleza mortal y resignarse ante la idea de que todo pasa por la total desaparición. La oscuridad de la muerte parecía entonces más llevadera, viendo la negrura que acuna solemne y protectora al Cristo que, si no ha muerto aún, está a punto de hacerlo.
El Cristo Crucificado fue pintado entre 1631 y 1632, para el convento de las Benedictinas de San Plácido en Madrid. El desnudo es el protagonista de la obra y de tal manera la precisión en la anatomía del cuerpo, con especial detalle al tratamiento de los pliegues en el paño de pureza. En él, la postura delicada del Cristo se ha resuelto con un ligero contraposto, aportando armonía. A pesar de la crudeza de la escena, la cantidad de sangre empleada ha sido meticulosamente elegida, aunque se presume que originalmente habría habido más. Destaca el contraste de luces y sombras, sobre todo en el rostro, fruto de la influencia tenebrista de Caravaggio.