Dos figuras frente a ventana
Maneras de derramar silencio.
Si algo es evidente en la obra de Vilhem Hammershoi, es el silencio. En su obra destaca ese espacio de excepción que ocurre cuando los objetos se ven a contraluz: en esa oposición de fuerzas, en ese conflicto implícito y poderoso. Hay algo de marginal en su mirada: un observador que permanece dentro, y desde el interior, crea imágenes sencillas, pero efectivas. Parcas de palabras y trazos, en una monocromía que sabe triste, como si el color se hubiese entumido. Contraste notable, sin duda, con los apasionamientos de Munch, o la vitalidad cromática de Van Gogh.
No es extraño, entonces, que la crítica lo haya tratado con dureza. Les resultó inclasificable, quizá por esa misma simpleza que lo caracteriza: las mismas habitaciones blancas, con personajes vestidos de negro y de espaldas, puertas que traslucen tonalidades frías, luz que apenas entra por las ventanas, como si le diera pena importunar al espectador. Hay cierta pasividad en el imaginario de este artista danés, cierta tensión: como si algo estuviese a punto de suceder, pero se reusase a desatar el caos.
Tal es el caso de Dos figuras frente a la ventana (1895): ni siquiera se molestó en dotar a los personajes de una identidad propia. Se asume que son mujeres, pero se desconocen sus rostros, sus facciones, sus expresiones particulares. Es casi como si únicamente quisiese mostrar la silueta impactada por la luz del exterior, que palidece como el sol de un día blanco de frío. Ellas se escurren, como abrigos en un perchero, y miran a través de las ventanas: casi como muebles apacibles, al servicio estético de la imagen. Una manera más de derramar silencio.