El caballero de la mano en el pecho
Uno de los cuadros que salvaría del Prado.
Como Doménikos Theotokópoulos era un poco difícil de pronunciar los españoles llamaron a este artista directamente El Greco.
Pues El Greco realizó uno de los retratos más sublimes y maravillosos de la historia del arte, este misterioso caballero de la mano en el pecho, casi un estereotipo de hidalgo de la época, con la vestimenta típica del siglo de oro (cualquier día vuelve a llevarse la gorguera), armado con espada demostrando que es efectivamente un caballero, y haciendo lo que parece ser un juramento, siendo nosotros, espectadores, los testigos.
Destaca esa mirada ligeramente estrábica con un ojo mirando a Toledo y el otro a Cuenca (aunque es evidente que nos mira a nosotros), esa posición de la mano (dedos corazón y anular unidos que se ve en otras de sus obras) y sobre todo el excesivo protagonismo de la figura, sin nada que nos llame la atención más que el retratado, sin detalles superfluos en ese fondo neutro, sólo el caballero iluminado y esa mano que atrae todas las miradas hacia ella. No es casual que El Greco resalte todo «lo importante» entre esos encajes blancos.
Pero sobre todo llama la atención, y de ahí lo sublime y maravilloso, es lo que oculta este cuadro. No por la identidad del retratado, que ya puede asegurarse casi con toda seguridad que se trata de Juan de Silva y Ribera, III marqués de Montemayor y notario mayor del reino, sino por lo que nos transmite de manera casi mágica este caballero: esa mirada (melancólica si nos fijamos en un ojo solo, simpática si nos centramos en el otro…), ese pasado sugerido que hace pensar en tiempos mejores, esa dignidad, serenidad y calma de su pose, esa especie de espiritualidad laica que parece anunciar ya sus últimos y delirantes cuadros de pintura religiosa…