El hombre ante el infinito
Polvo del mismo material
Un hombre se enfrenta ante el cielo cuarteado en estrellas. Está de espaldas, por lo que únicamente se ve su silueta, pero se adivina la expresión constelada que descansa sobre sus labios entreabiertos. Sostiene en la mano un bastón, como si hubiese subido a un monte con trabajo, y pareciera que es éste su único anclaje al mundo: está absorto ante el paisaje, que se reverbera sobre sí mismo en un sinnúmero de formaciones cósmicas.
La mitad de su cuerpo está alumbrado por la luz del día, mientras que la otra parte se consume en la oscuridad casi palpable del cielo nocturno. Es como si la bóveda celeste —dividida en su dicotomía indiscutible, irreconciliable y en esencia irresoluta— lo consumiese en ese instante de introspección, de meditación profunda que lo lleva lejos sin despegar los pies del piso. Es así como Rufino Tamayo resuelve el encuentro casi místico del ser humano con su entorno: en ese carácter abrumador y magnífico de la imposibilidad de aprehensión de todas las cosas, de todas sus aristas, del universo y sus recovecos indescifrables.
En “El hombre ante el infinito”, la búsqueda estética de Tamayo empalma la iconografía rígida del mundo prehispánico con las tendencias modernistas de encontrar en la forma todas las facetas de la tridimensionalidad. Está el hombre —primigenio, absorto, asombrado— frente a la tierra que le dio vida, en ese mismo estado que describió Vasconcelos de la raza cósmica: multifacético, interminable, un mosaico de posibilidades contenidas en la piel milenaria del ancestro común. Se trata de un encuentro consigo mismo a través de la experiencia de lo que lo rodea: abstraída, la figura principal parece aceptar su pequeñez ante el mundo, y así, se reconcilia con la belleza que no puede describir. Es polvo del mismo material, y nada más.