Nacimiento de nuestra nacionalidad
Hijos de «la Chingada».
Un caballo cubista en la cúspide de este mural es el punto de partida para el análisis del origen del sentido de nación mexicana. Para los que hemos estudiado algo de la historia mexicana o para quienes haya tenido la oportunidad de leer a Octavio Paz, se podrán percatar que lo mexicano se erige en una serie de mitos fundantes, mitos que, a diferencia de otros Estados, subsisten más o menos incorruptibles. Los aztecas, la Conquista, la Independencia, la Reforma, la Revolución y el PRI son parte de la mitología mexicana. Un helenismo mesoamericano confuso, sincrético, en los que la grita de la versión hegemónica es al mismo tiempo parte de la misma.
En el mural, el caballo, símbolo de lo foráneo, da cuenta de la Conquista, que se erige sobre una infinitud de piedras o ruinas en mal estado: la civilización precolombina, ya destruida, a los pies de la cultura absorbente. Pero al mismo tiempo Quetzalcóat circunda entre los pedazos de piedra abandonados. Así, sometido y sometidor, lo foráneo y lo autóctono, lo nuevo y lo que le precede, muerte y vida, se concatenan en un nacimiento confuso, oscuro, casi bastardo, en lo que Octavio Paz analiza como «la Chingada». Ese nacimiento, en principio, disruptivo y profano, bestial si se quiere, es el origen de la nación mexicana. Como el mito de Eva y Adán algo hay de pecado original. El mito fundante, el que dará origen a todo los otros, la síntesis de la cultura precolombina y de lo occidental —bien reflejado en un pilar dórico a la izquierda— que van a parir, como se ve abajo del mural, lo mexicano.