El suicidio
Manet toca un tema hasta entonces tabú.
El cuadro de Édouard Manet El suicidio lleva fecha de 1877. Veinte años antes, un chaval llamado Alexander, modelo para El niño de las cerezas, se había ahorcado en el estudio del artista y no es descabellado que Manet arrastrara cierta fijación.
Esta pintura ha sido poco estudiada dentro de las obras de Manet, como si los expertos tuvieran dificultades para encasillarla dentro del repertorio visual del artista. Y no es de extrañar, no son pocas las obras que el artista hizo en alusión a la muerte y la violencia, sin embargo, esta muestra de violencia contra uno mismo, es toda una excepción.
Realizada entre 1877 y 1881, la escena nos ilustra a un hombre de vestimenta elegante que yace inerte, postrado en una cama con un revolver en la mano, expresión agónica y pecho ensangrentado. Se observa además un charco de sangre a los pies de la cama en mitad de una habitación sencilla, que hace imposible conocer la identidad de la víctima.
Es como si Manet estuviese más interesado en plasmar el asombro del momento final, con intención de provocar en el espectador una dosis de espanto, tristeza y angustia ante la muerte auto-infligida, puesto que en un acto de suicido no es el suicida el único sujeto, este también está dentro de un contexto social que nosotros, los supervivientes, protagonizamos a través de las emociones que adoptamos ante él.
La brutalidad gráfica de El suicida se ha ganado el apelativo de «La escena de muerte más melancólica y realista que Manet jamás haya creado».
El enfoque de Manet en esta pintura puede representar su deseo continuo de terminar con la tradición académica, que relegaba el tema tabú del suicido a obras de realismo histórico, donde la muerte y el suicido eran transformados en sacrificio y heroicidad. Pero en esta pequeña obra no hay lugar para el heroísmo, únicamente para la empatía del espectador con un hombre derrotado.