Inmersión azul
Tríptico azul
A partir de 1923, la obra de Joan Miró toma un matiz diferente: aquel de la libertad poética, que se expresa a través de la disposición aparentemente caótica de los elementos en sus composiciones. No es casual: desde que decidió adentrarse en la naturaleza para experimentar la realidad desde un estrato mucho más inmediato —más real que el del bullicio capitalino español, por lo menos—, permitió que las fibras románticas de su acontecer artístico cobrasen una fuerza categórica en su estilo. Treinta años después de mudarse a una casita en medio de la campiña catalana, sin embargo, decide experimentar con otros estratos de esencia, y vuela a Estados Unidos para encontrarse con los expresionistas abstractos.
Es entonces que se deja influir por Rothko y Pollock —tan diametralmente distintos en la ejecución, y a pesar de esto, de ejes armónicos tan semejantes—, y el carácter aparentemente disperso de su composición se asienta en las corrientes de abstracción que imperaban en la Nueva York de los 50s. Durante su estancia en Estados Unidos, Miró supo adaptarse muy bien los nuevos límites que el color estaba alcanzando, y entendió el nivel espiritual que trastocaban al enfrentarse tan directamente con el espectador. Es por esto que resulta casi natural que, en 1961, haya pintado el tríptico Blau (I, II y III): sinestesia anestésica, musicalidad de empaste, color contenido, expresionismo estático.
La vastedad del azul se distiende en un campo de espiritualidad profunda, como una gota que se funde en la superficie apacible de un cuerpo de agua, inmenso. Son realmente pocos los elementos que irrumpen con este acontecer casi absoluto del azul: si acaso algunos puntos negros, una línea roja, una raya esbelta. Sin embargo, la composición es absorbente no por estos trazos disruptivos, sino por la presencia dominante del azul: azul que consume, azul que destaca, azul que asume, azul que es eso —azul.