
La venerable madre Jerónima de la Fuente
Pura verdad.
Velázquez retrata con su buen arte a la monja franciscana Sor Jerónima de la Fuente Yáñez, que estaba en un convento de Toledo y que se fue a Filipinas en la época que fue retratada. Contaba con sesenta y seis años y antes de partir hacia ultramar descansó en Sevilla, donde el artista veinteañero todavía no se había marchado a Madrid para ser el puto amo. No sabemos el motivo por el que Velázquez pintó a esta franciscana. Quizás fue encargado por las monjas del convento para recordar y tener de alguna manera presente a la ausente superiora del convento de Santa Isabel.
Con un estilo profundamente influido por el tenebrismo de Caravaggio, Velázquez la pinta de pie con un crucifijo en una mano (casi parece una espada tal y como lo agarra) y un libro en la otra. Unas manos con mucha personalidad, por cierto. Pero Velázquez sobre todo se centra en su rostro fuerte y severo que transmite seriedad, liderazgo e inteligencia. Se ve que Sor Jerónima era una mujer de armas tomar y Velázquez la pinta tal cual, con sus arrugas e imperfecciones.
La mirada de la monja se clava en el espectador con intensidad. Pura energía. Pura verdad.
Sobre la religiosa aparece un letrero (que no pintó Velázquez, fue añadido a posteriori): bonum est praestolari cum silentio salutare dei, es decir, Bueno es aguardar en silencio la salvación de Dios. También a posteriori, en el suelo, rodeando a la monja (hecha santa por obra y gracia de los pinceles del artista), se cuenta algo sobre la vida de esta señora.