Pablo de Valladolid
Otra maravilla de don Diego.
Esta obra es quizá el trozo de pintura más asombroso que se haya pintado jamás.
Podemos pensar por las palabras de Manet, todo un fan hard-core de Velázquez, que está exagerando un poquito, pero lo cierto es que esta obra es sencillamente asombrosa, se mire por donde se mire. Y como en toda la producción del genio, cuanto más se mira más buena se vuelve, más matices salen, más cosas aparecen. Y como dice el colega Manet, más asombrado quedas.
Esto es un simple retrato de uno de los bufones de palacio. Ya conocemos la excelente colección de bufones con —digámoslo así— «taras». Pablo de Valladolid, por la contra, no divertía a la corte por su deformidad (aparentemente no tiene ninguna), sino más bien por su ingenio y personalidad. Recordemos que estamos en el Siglo de Oro y en España nunca volvió a haber tanto ingenio y talento.
Al parecer Pablo de Valladolid era como un cómico de stand up (de ahí esa pose declamatoria) que divertía al Rey y demás con sus chistes y anécdotas. Y tan bueno debía ser que mereció ser retratado por don Diego.
Velázquez lo pinta austeramente, de cuerpo entero y parco en colores. Hasta el fondo desaparece. Ni siquiera hay separación entre suelo y pared. Pablo de Valladolid flota en el espacio.
Es una obra revolucionaria. Y como dice Manet, asombrosa. El francés imitaría a Velázquez en más de una ocasión.
Empezamos a mirar el cuadro y esa sobriedad se convierte en algo perfecto para un retrato, porque nada nos distrae de la representación del retratado. Y miramos un poco más y ese fondo en principio neutro empieza a vibrar, a generar un espacio casi místico, como si este cómico del Siglo de Oro fuera como un santo levitando.