Retrato de Jovellanos
Goya pinta a su amigo.
A finales del XVIII, los retratos de Goya eran muy valorados, y su clientela fue creciendo cada vez más. La sociedad madrileña se mataba por ser pintada por el retratista de moda. La fiebre llegó a tal punto que incluso empezaban a circular falsos Goyas, pinturas que intentaban imitar el estilo del aragonés, a veces hasta falsificando su rúbrica. Alguno debe de andar por ahí hoy en día sin saberse si es auténtico.
Los motivos de esta fiebre goyesca eran evidentes: el pintor captaba a la perfección la fisionomía de sus retratados (llegando a menudo a mejorarlos, aunque sin pasarse de la raya), pero también captaba de manera sorprendente su psicología, y con cuatro elementos más, su estatus social, profesión, ideología o incluso estado civil.
El poeta de la época Francisco Gregorio de Salas llega a decir que Goya saca los retratos más naturales que la naturaleza misma.
Un ejemplo es el retrato de su amigo y mentor Gaspar Melchor de Jovellanos, el intelectual ilustrado que intentó —sin éxito— sacar a España de las fauces de la ignorancia y la sinrazón tan enquistadas todavía hoy.
Fue ministro, pero poco duró. Jovellanos se topó con una poderosa enemiga: la Inquisición española, una institución que no quería que este listillo introdujera ideas demasiado progresistas en un país que era su coto privado de trapicheos y corruptelas.
Goya retrata a Jovellanos melancólico y pensativo, casi derrotado. Aparece rodeado de libros y papeles, como hombre sabio que era (ahí al fondo está presente la estatua de Minerva, diosa de la sabiduría), pero compungido apoyando su cabeza en la mano, quizás consciente de que su país se iba a resistir en aceptar a «la razón».
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Miguel Calvo Santos