Sagrada Familia del pajarito
… Y José recuperó su sitio
El nombre de Bartolomé Esteban Murillo siempre trae a la mente sus archiconocidas Inmaculadas, muy barrocas y muy contrarreformistas, y las escenas amables y deliciosas que el pintor extrae de la vida cotidiana de su Sevilla natal. En efecto, sus personajes son seres populares, y el maestro los retrata en su más pura humildad, sin profundizar en la denuncia social como sí hizo Caravaggio. Del italiano, Murillo recoge el claroscuro tenebrista, aunque mucho más suavizado, y la paleta oscura y terrosa, que se irá iluminando hacia el final de su vida.
Esta hermosa Sagrada Familia es, sin duda, una de sus mejores obras. Pintada hacia 1650, cuando el artista tenía treinta tres años, fue adquirida más tarde por Isabel de Farnesio, la intrigante consorte de Felipe V, y durante la invasión francesa fue a parar a París, al Museo Napoleón. En 1818 regresó a la madre patria, y al año siguiente ingresó en la recién estrenada Pinacoteca del Prado, donde aún la podemos contemplar.
Pero vayamos a lo que hace de esta obra algo único y especial; algo que va más allá de su dibujo perfecto y su técnica exquisita. Porque aquí, el verdadero protagonista de la escena (a parte del Niño Jesús, claro está) es el bueno de José, el gran ninguneado del cristianismo. Seamos sinceros: el patriarca ha sido siempre un auténtico marginado en las obras de arte. Como mucho, aparecía de refilón, contemplando la Natividad con aire ausente (cuando no hastiado o aburrido), a cinco metros de distancia, y más viejo que Matusalén. La vejez de José, de la que por otro lado no habla la Biblia, se dejaba muy pero que muy clara para enfatizar la virginidad de María, que por edad podría ser entonces su hija.
Pero ¿qué hay del José de Murillo? Es joven… y es guapo. Su cuerpo está lleno de fuerza. Y no solo eso: está jugando con el Niño, lo entretiene dulcemente mientras la madre, en la penumbra, teje en silencio y les observa con una sonrisa. De hecho, la figura de María queda casi oculta, relegada a un segundo plano. Gran novedad, si tenemos en cuenta la profusión de Vírgenes con Niño, solas y sin sombra de marido, existentes durante la Edad Media y parte del Renacimiento.
La Sagrada Familia de Murillo nada tiene de sagrado. No encontramos nada, ningún indicio que nos haga pensar que no se trata de una familia común de la Sevilla del siglo XVII. Como mucho, el foco de luz que ilumina a Jesús, potente y teatral como casi todo lo barroco, nos puede llevar a pensar que el pequeño es algo más que un niño. Pero es solo un parco indicio.
Este cuadro sobrecoge por su humanidad, y sitúa al Hijo de Dios donde Él posiblemente hubiera deseado estar: con los humildes, como uno más entre ellos. Una de las muchas maneras mediante las que la Contrarreforma trató de entrar en el corazón de los que todavía le eran fieles tras el huracán protestante de Lutero.