Jean Siméon Chardin
Francia, 1699–1779
En los últimos años del siglo XVII francés nacía uno de los pintores más importantes de un género a menudo infravalorado: el bodegón. Con este género y el del retrato, Jean Siméon Chardin fue una figura interesantísima en esos años.
De familia de artesanos, sabemos que con la veintena cumplida ya estudiaba arte, decantándose muy pronto por el género con el que pasaría a la historia: la naturalezas muertas. De estos primeros años ya se alababa desde los círculos más académicos su maestría y talento en la representación de animales y frutas, aunque cierto es que para la época, según la almidonada Real Academia Francesa, ese era el nivel más bajo de la jerarquía de géneros (históricos, retratos, paisajes, marinas, flores y frutos).
A Chardín le debió importar un huevo. El bodegón era sin duda su fuerte, y siguió investigando sobre él y mejorándolo hasta elevarlo a uno de los géneros mayores, aunque a nivel económico, muy pronto se dio cuenta de que no podría vender eternamente bodegones.
Algo que se le achaca a la pintura de Chardin es su falta de imaginación (algo discutible), por lo que fue difícil encontrar otro género más «rentable». El retrato era también una opción, aunque difícil… Famosas son sus palabras:
Si un retrato fuera tan fácil de hacer como una salchicha…
Con el tiempo, el arte de Chardin empezó a ser apreciado por los nobles franceses. Escenas de género que gustaron incluso en la corte, entrando en contacto con asuntos de palacio y llegando a hacerse con el más que merecido puesto de Director de los Edificios, Artes, Academias, Jardines y Manufacturas del Rey y más tarde tesorero de la Academia, llegando a vivir en una vivienda oficial en el mismísimo Louvre.
Pero con el paso de los años, y dejando de lado poco a poco su carrera de chupatintas y funcionario de asuntos absurdos, Chardin volvió a su primer oficio y volvió a lo que de verdad lo hacía feliz: las naturalezas muertas. Objetos de todo tipo, a veces con animales, a veces multiplicados o miniaturizados.
Su obra brilla por la sencillez en su sentido más sublime, tanto en temática como en técnica. Quizás tenían peso sus orígenes humildes o quizás no le interesaban sus aventuras por palacios y grandes despachos. Sea como sea, fue de esos artistas que consiguen encontrar la belleza en los lugares más insospechados (muchas veces en cocinas o despensas).
Chardin fue también un maestro en la técnica de la pintura al pastel.