Edward Hopper
Estados Unidos, 1882–1967
Hopper es uno de los máximos representantes del realismo estadounidense, y no hay nada más americano que su obra, que muestra escenas contemporáneas rurales o urbanas, personajes solitarios, aún rodeados de gente, figuras en silencio que retratan a la perfección este occidente cada vez más deshumanizado.
Iniciado en la ilustración por Correspondencia, en torno a 1920 pudo dedicarse exclusivamente a la pintura, muy realista, alejada de las vanguardias, pero paradójicamente modernas, ancladas en su época pero misteriosamente atemporales.
Edward Hopper era un hombre alto, callado, reflexivo, culto… Su mujer Jo era lo contrario: habladora, ingeniosa, extrovertida… Discutían a menudo. Parecían incompatibles y, a la vez, inseparables, y estuvieron juntos toda la vida. Josephine llevó el control de la carrera de su marido y fue a la vez la única modelo que él usó en sus cuadros con personajes femeninos, de prostitutas a amas de casa.
Sus figuras solitarias reflejan la incomunicación moderna mediante grandes espacios vacíos. Sus rostros son a menudo difusos, genéricos e inexpresivos. Las perspectivas son sencillas y geométricas, destacando las líneas rectas en apagadas tonalidades, que amplifican esa melancólica impresión de soledad y aislamiento.
Muchas de las obras de Hopper remiten claramente al cine negro de la época, a las novelas de Raymond Chandler y a las ilustraciones comerciales.